Algunos gorilas son sinceros. Presentan ante el mundo su pelaje, sus garras, su violencia, su menguado cerebro.
Otros gorilas creen que pueden disfrazarse y de ese modo burlar a los incautos.
Es una vana pretensión.
Desde lejos se reconoce a un gorila aunque vista hábitos religiosos, use gafas universitarias o se siente en un curul parlamentario.
A la hora de la verdad los disfraces vuelan.
El poder legislativo empuña códigos injustos, el poder judicial anuncia supuestos delitos y generales traidores ordenan disparar contra el pueblo.
Termina el carnaval.
Caen las máscaras.
Los medios cómplices afirman que un golpe no es un golpe.
Los gorilas a la luz o en la niebla con grandes gritos comienzan su danza cuadrúpeda.
Siempre hay empresarios que asisten a la fiesta.
Y nunca falta una bendición cardenalicia.
Los gorilas ignoran que el pueblo convierte las piedras en proyectiles, emplea el corazón como un arma y después del combate vuelven a la paz para enterrar a los gorilas con disfraz o sin disfraz.
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