¿Qué has hecho con tu vida?
A veces me quedo horas y horas tumbado en el sofá mientras observo la llama de una vela que parece que quiere decirme algo. Animado por aquella luz que me consuela, entabló un diálogo con mi alma. Es la única que en ciertos momentos me acompaña, aunque a veces sus respuestas me confundan. Pero es esta rajadura de mí ser que me empuja a dialogar con ella.
El hombre no ha nacido con la capacidad de reconocer la felicidad allí donde se encuentra, y ser capaz de disfrutar de ella. Y si todo lo que no siente, para él no existe, su pesquisa es inútil. Me refiero a esas sensaciones, que va buscando por el mundo, sin darse cuenta de que a veces la felicidad está ahí, a su lado.
Para encontrar lo que queremos, tenemos que saber cómo buscarlo, pero sobre todo, cómo reconocerlo.
La vida es un gran teatro. A veces somos espectadores, otros protagonistas. Es improbable que logremos escribir el guión de aquellas escenas y seguirlo como lo hemos escrito. Detrás de cada escena hay un director del que no podemos explicarnos su existencia.
El hombre busca la felicidad como si fuera la pastilla que cura todos los males, convencidos de que una vez hallada
será feliz. De hecho, está buscando algo que ha escuchado y no sabe el efecto que tendrá sobre él hasta que no lo encuentre.
Creo que la palabra "felicidad" la utiliza para dar un pretexto creíble a su jadeo, creando así su infelicidad.
Pero, si buscar algo que no conoce no lo hace feliz, ¿qué es lo que induce el hombre a buscar? Cambiar de trabajo, cambiar de ciudad, dar vueltas por el mundo, hacer de la propia vida un barco que navega sin un puerto en el que anclar. Hay hombres que escalan montañas descuidando de los peligros, descienden en las profundidades de los océanos, exploran mundos inexplorados dejando su vida en manos de la suerte o del azar. Pero, ¿por qué lo hacen? No es por un fin, es por una necesita. Por la necesidad de sentir.
Quiere decir que sentir, es la sensación más importante que el hombre debe buscar.
Se necesita sentir en cada circunstancia, en cada momento, en cada instante, a través de lo que hacemos o lo que vivimos. De lo contrario, una vida, plana, igual, monótona, es una vida muerta. La repetición de lo que ya conocemos, es la muerte del hombre. Pero el sentir no está ligado al hacer, sino al saber ver, y entender sobre que se basa la propia necesidad de sentir.
Hay hombres que han descrito profundas sensaciones de vida sin salir de su ciudad.
Y otros, que han hecho miles de cosas, dando vuelta a lo largo del mundo y nunca han sido capaces de describir o expresar lo que han vivido. Nunca han dicho una sola palabra. Han pasado tan rápidamente frente a esas sensaciones, sin haberse dado cuenta.
Quiero contarles acerca de un amigo mío, a quien la vida ha siempre sonriso. Pero tal vez de esto, él nunca se dio cuenta.
Nacido en un pequeño pero encantador pueblo de casas blancas con puertas y ventanas de colores. Rodeado de palmeras, árboles frutales y vegetación fragante entre cientos de tipos de flores. Suspendida entre las rocas en la cima de una montaña desde donde se podía ver el mar. Desde esta, una empinada escalera lo llevaba a una playa de arena blanquísima. La arena es tan blanca que no se podía mirar sin gafas. El agua del mar, tan cristalina y rica de peces de colores, que se podía ver el fondo a 50 m de profundidad. Por la noche, cuando en algunas ocasiones iba a verlo, una brisa de aire fina, nos traía la fragancia del jazmín que estaba al rededor de la casa.
Una calma y una quietud única, interrumpida sólo por el canto constante de las pequeñas aves durante el día, y el chirriar de los grillos en las noches de verano.
Estábamos allí, al fresco, sentado en viejas sillas de paja; íbamos a beber un buen vaso de vino y a conversar mirando hacia el mar, iluminado por las pequeñas luces de los barcos de pescadores. La vista desde el porche, cubierto con cañas de bambú y buganvillas rojas, era una maravilla.
Una parte del mundo desconocida, que nos comunicaba de estar en el paraíso y cuidar de ello.
Pero ese amigo mío estaba siempre insatisfecho, descontento.
Se quejaba de su entorno, de sus amigos, de la vida que tenía, y todo ello sin tener una razón real.
Desde la habitación en la que él nació, se podía ver desde lejos, en el extremo sur del continente, una ciudad.
Una gran ciudad. Situado a lo largo del mar, lo separaba, de su pequeña isla. Eso le parecía el paraíso. El sueño siempre deseado. La oportunidad de una nueva vida.
Recuerdo que cuando me llamaba, estábamos horas y horas hablando sobre su plan de irse.
Vivía en un lugar único en el mundo. En una casa hermosa.
Tenía un trabajo interesante y creativo como arquitecto.
Una mujer inteligente y dulce, que lo amaba.
El entorno de que se quejaba era la felicidad. Sólo que el no sabía verla. Para él era exactamente lo contrario.
Las luces brillantes de la noche, los trenes que pasan, los buques que transportan los turistas que entraban en el puerto. Aquel mundo frente a él era la vida. La verdadera felicidad.
Una noche, mientras estaba leyendo un libro tumbado en el sofá de mi casa, tuve una llamada predecible. Era él, que me comunicaba que en 15 días se marchaba del pueblo.
Iría a vivir en la gran ciudad que siempre miraba desde la ventana de su casa.
Intenté por todos los medios a mi alcance de disuadirlo. Pero fue inútil. Inútil fue también el intento de decirle que hubiera perdido el amor por la mujer que tenia a su lado.
El tiempo y la distancia reducirían al silencio sus deseos. El amor que habían vivido y creado juntos.
Pero él no hacia caso a mis palabras. La suya era la única verdad. La única a la que querría creer.
Traté de hablarle de su trabajo como arquitecto. En el país era conocido, y tenía buenas oportunidades de llegar a ser un personaje importante. Traté de hablarle de su familia. Su padre y su madre eran muy mayores y a ocho horas de barco, sin otras conexiones, hubiera sido difícil verlos con frecuencia. Todo inútil, no me escucha.
Me di cuenta que no se puede nada contra aquellos que no quieren escuchar, y está convencido de sus razones. De su verdad.
Entonces le di, como amigo, un simple consejo y le dije que las respuestas a nuestros porque, viven dentro de nosotros, a pesar de que muchas veces tenemos la mala costumbre de escondernos, para escapar a verdades que conocemos, pero tenemos miedo de reconocerla.
Me contestó que él estaba buscando la felicidad. Sólo la felicidad. Y en aquel lugar donde había nacido, a pesar de que le había dado mucho, no era feliz. Sentía que podía tener más.
Intenté de nuevo a explicarle que la felicidad absoluta no existe. Es una ilusión a la que queremos creer. Se huye de donde nos han destruidos, donde no tenemos nada, pero no se puede escapar para conseguir más de lo que tenemos. A veces, la vida nos engaña, y para que caigamos en una trampa, nos da la ilusión de elevarnos mas alto, en realidad, será nuestra perdición.
Pero el no creía a nada de lo que yo le decía. Sólo a sí mismo.
Lo vi dejar todo lo que tenía. Destruir un amor. Alejarse de su padre, de su madre, de sus amigos. Simplemente para seguir lo que él creía que fuera la felicidad.
Pasó el tiempo. Me telefoneaba muchas veces y estaba convencido de haberla encontrado. Loco de alegría cada vez que me lo decía. Sus palabras estaban llenas de entusiasmo. Tanto es así que pensé que tal vez me había equivocado, cuando le daba ciertos consejos. Tal vez era él quien tenía razón, y había hecho bien a no escucharme y a irse.
Pero después de un año, el tono de sus llamadas de había cambiado. Ya no trabajaba como arquitecto, sino como guía turístico en una agencia del centro. Vivía en un apartamento alquilado cerca del trabajo, pero muy lejos del mar. En una ciudad tan grande, raptada por el éxito, y por las luces, conocen a una mujer para amarla era imposible.
Sin embargo, él seguía persiguiendo la ilusión de la felicidad. Sin saber muy bien de qué se trataba.
Decidió ir en la gran capital. Dónde vivían los hombres ricos, influyentes y poderosos. Empresarios, políticos destacados, actores de cine y de televisión. Era la que residía la felicidad.
La ciudad en la que vivió durante algún tiempo, le parecía un agujero lleno de gente insignificante. Ya no podía
quedarse allí.
También esta vez traté de disuadirlo. Fue inútil.
Pero con el tiempo, incluso la gran ciudad, con su estrés, con su tráfico, lo aburría y no podía aguantar más.
París, Londres, Berlín. En una metrópolis como ésta, sin duda hubiera llegado a ser importante.
Mis intentos para evitar que vendiera la casa, tras la muerte de sus padres, fue en vano. Necesitaba dinero para buscar la felicidad.
Le dije que fuese con cuidado porque todo lo que no sabemos lo qué es, nos cuesta muy caro. Pero incluso en esto no quiso escucharme. Parecía muy seguro de sí mismo. No sabía de dónde le venia toda esa presunción en un mundo lleno de incertidumbre, donde sólo con un poco de suerte se puede avanzar. Se trasladó a Londres.
Nos sentábamos raramente. Casi nunca me llamaba. Las llamadas costaban cara. No nos vimos más.
Trabajaba como hombre de la limpieza en un gran hotel de la capital. Vivía dividiendo el apartamento con algunos amigos. Qué, pues, no resultaron tanto amigos, ya que llegaron a robarle cuando se marcharon del apartamento.
Pero Londres cansa, hace frío, hay humedad en invierno, polvorienta en verano, llena de gente que corre y tiene prisa. Fría e indiferente delante la vida.
Dejo Londres para el más codiciado de los objetivos, Nueva York. La ciudad más cosmopolita e internacional del mundo. La más importante de toda la metrópolis. Allí, sin duda, encontraría su felicidad.
Entretanto, su pueblo había crecido, no en dimensión, pero sí en calidad. Vivir en aquel pueblo frente al mar era una suerte que pocos podían permitirse. Hermosas playas, aguas cristalinas, clima fantástico y la comida casera ya famosa en todo el mundo.
Actores, artistas, gente del cine, de la televisión, los políticos prominentes, las celebridades pagaban a peso de oro para encontrar un metro cuadrado disponible, y pasar un tiempo en aquel paraíso terrenal.
Los arquitectos y diseñadores de aquel pueblo eran las personas más buscadas en el mundo. Aparecían siempre en las revistas de moda y decoración más importantes.
Las televisiones nacionales entrevistaban a la gente en la calle y filmaba siempre alguien que realizaba un trabajo, como un ejemplo de la artesanía mundo que las celebridades pagaban a precios alucinantes.
No había nada más distinguido en el mundo que tener una casa en ese pueblo. Un artista brasileño había restaurado el antiguo castillo de su propiedad y cada noche daba magníficas fiestas, invitando a todas la gente del pueblo, que se había convertido en el centro del mundo.
Los turistas que atracaban los grandes botes en el puerto de la ciudad, frente a la isla. Pagan un alto precio por un traslado en lancha para hacerse llevar a visitar ese pueblo.
Y el tiempo pasaba lento y silencioso.
Una noche me llamó desde Nueva York. No aguantaba más. En lágrimas, me preguntaba qué podía hacer. Estaba desesperado. No tenía más dinero. No tenía casa. No tenía más trabajo. No sabía a dónde ir. Non había logrado encontrare su felicidad. No quería quedarse más en una ciudad donde la gente se ríe si cae una hoja y aparta la vista cuando ve a un hombre muriendo de hambre en la calle. Dónde no existen los valores, y si no tienes millones para gastar, no eres nadie. Dónde el haber es más importante del ser, y donde la gente es tan superficial de no poderlo llegar a creer.
Con el corazón triste, para el dolor del amigo, le aconsejé que regresara a su país y empezara desde cero.
Terminó por volver y empezó a buscar la calidad de vida que había perdido. Desde la ventana de su casa alquilada, veía frente a él, la ciudad donde todo comenzó.
Ya no tenía ningún deseo de salir corriendo a buscar. Se había convertido en otro hombre.
Se dio cuenta de que la felicidad es un estado de ser, un algo que se busca y se cultiva dentro de sí mismo.
Ser capaz de reconocer en las cosas simples de la vida que nos rodea.
La verdad es siempre la misma donde quiera que vaya, da igual lo que hagas o tengas. La verdad es que cuando se apagan las luces de la gran ciudad, o del pueblo, estás a solas contigo mismo dentro las cuatro paredes de tu casa, que te observan.
Y si no has logrado encontrar la vida dentro de ti, tu felicidad, entonces, amigo mío estas realmente solo o tal vez estás muerto.
Y la pregunta alma.
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